"AQUÍ YA NO ES AQUÍ"
Relato sobre el cambio climático que escribí en 2014 para FOPAE / IDIGER
“Yo aquí no me amaño”, le dijo desesperada Isabel a su esposo. “No me gusta ni el clima, ni la comida, ni la manera de ser de la gente. Además ninguna ropa me sirve para este calor”.
“Pero si toda la vida hemos vivido aquí”, le contestó Rafael. “Y aquí naciste tú y nacieron tus papás, y nacieron nuestros hijos y aquí nací yo. Y cuando nos conocimos aquí, te gustaban el clima y la comida y la gente ¿qué te pasó?”
“Pero si toda la vida hemos vivido aquí”, le contestó Rafael. “Y aquí naciste tú y nacieron tus papás, y nacieron nuestros hijos y aquí nací yo. Y cuando nos conocimos aquí, te gustaban el clima y la comida y la gente ¿qué te pasó?”
“A mí no me pasó nada”, dijo
Isabel. “Pero es que todo eso cambió”.
Y luego, tras una pausa,
completó: “Extraño el paisaje”.
“¿El paisaje?”, preguntó sorprendido –o
haciéndose el sorprendido- Rafael. “¿Desde cuándo te ha importado el paisaje?
Además desde que nos casamos vivimos en la misma casa. Nunca nos hemos movido
de aquí”.
“Nosotros no”, dijo Isabel.
“Pero el paisaje sí se mudó. Se fue. Aquí ya no es aquí”.
En efecto, en los quince años
que llevaban de casados Isabel y Rafael, el entorno había cambiado tanto que
era difícil reconocer que seguían viviendo en el mismo lugar.
Pero no eran solamente los
cambios normales y esperables en una ciudad que crecía y se transformaba de una
manera tan acelerada (edificios y centros comerciales que surgían de un momento
a otro donde antes había casas y lotes desocupados; puentes y grandes avenidas
por donde antes salían a caminar), sino que también había cambiado el paisaje
“natural”: las montañas lejanas que ahora difícilmente se alcanzaban a ver en
medio de tanta construcción y las lomas cercanas que se habían llenado de
antenas y habían perdido su vegetación original. O por lo menos la que las
cubría cuando se conocieron Isabel y Rafael.
“Los que hemos cambiado somos
nosotros”, dijo Rafael, como si intentara defenderse de un ataque que no le
estaba haciendo Isabel. “Y cómo no, si ahora tenemos dos hijos y quince años
más que cuando nos casamos.”
“No me crea tan boba”, alegó
Isabel. “Eso yo lo sé. Pero no me refiero a eso sino a que sin habernos movido
de aquí, ya no vivimos en el mismo lugar. No me diga que ahora no hace más
calor que antes o que todavía se consigue en el mercado todo lo que estábamos
acostumbrados a comer.”
“Casi todo se consigue”, dijo
Rafael.
“Pero mucho más caro”,
respondió Isabel. ”Porque ya no lo producen cerca de aquí sino que lo tienen
que traer… O es artificial”.
Rafael permaneció en silencio
porque sabía que Isabel tenía razón. Había muchas veces en las que él mismo no se hallaba, como solía decir su mamá,
que sentía la misma sensación de desarraigo que ahora le expresaba Isabel.
En unos cuantos años habían
pasado de vivir en una ciudad de clima
templado-frío a una ciudad de clima
caliente… pero sin los atractivos de las playas ni de los pueblos
turísticos a donde antes bajaban a
veranear.
Y cuando habían vuelto a esos
lugares turísticos también los habían encontrado transformados: ahora el calor
era infernal, las playas habían sido invadidas por la entrada del mar y ya no
existía ningún río en el cual se pudieran bañar.
La manera de ser de la gente
también había ido cambiando a medida que, al igual que Isabel y Rafael, todo el
mundo se iba sintiendo extranjero en el territorio que antes consideraba su
lugar.
No era la mayoría de las veces
el resultado de un análisis racional, sino más bien una sensación. Una
incomodidad más del cuerpo que de la razón. Pero como la razón también está en
el cuerpo, la extrañeza en el cuerpo también se reflejaba en la manera de pensar,
de razonar.
“Estamos siendo desplazados”,
dijo una vez uno de los amigos de Rafael en una conversación en el café. Rafael
sonrió para sus adentros, porque siguió una discusión similar a la que solía
tener cada vez con más frecuencia en su casa con Isabel.
“Desplazados in situ”, dijo otro, más intelectual.
“No nos han sacado de aquí, pero aquí ya no es aquí”. Rafael volvió a sonreír
cuando oyó en boca de su amigo exactamente la misma frase que le había oído a
Isabel: Aquí ya no es aquí.
Ni en la ciudad ni en la
región cercana había habido desastres atribuibles al cambio climático, debido a
lo cual para la mayoría de la gente este proceso planetario del cual se
enteraban por los medios de comunicación, era una cosa que sólo pasaba por allá (alargando la áááá).
Pero poco a poco comenzaron a
intuir y después a comprender, que ese por
allá estaba cada vez más por acá.
Y que el cambio climático no se manifiesta solamente en grandes desastres que
ocupan los titulares de los medios y convocan a la solidaridad.
No: a partir inicialmente de
las sensaciones cotidianas y muchas veces difusas
del cuerpo, que ya no eran solamente a nivel individual sino que se iban
volviendo cada vez más colectivas, se
fueron dando cuenta de qué significaba realmente el cambio climático, en la
vida diaria y en el entorno familiar.
Y lo comenzaron a conversar.
Los que habían pasado alguna parte de su vida en el exterior, compararon lo que
ahora estaban viviendo en su propia ciudad con lo que habían sentido al llegar
a un –para ellos- nuevo país: las dificultades del cuerpo y de la mente para
adaptarse a temperaturas desconocidas, a nuevas rutinas, a otros tipos de
alimentación, a personas con maneras distintas de ser, de actuar y de pensar.
Un día Rafael e Isabel vieron
un programa de televisión en el que mencionaban la palabra “anomia”, y decían
que según Durkheim, el sociólogo francés que la inventó, se refería a “una alienación que se desarrolla cuando
el ser humano no tiene la sensación de pertenecer a una comunidad determinada”.
Pero el programa no era sobre sociología, sino sobre lo que pueden estar
sintiendo los osos polares en el Ártico o los animales en el Amazonas o en
cualquier otro ecosistema, cuando ante el deshielo de los icebergs o la
destrucción de la vegetación, se convierten en unos extraños indeseados en los que antes eran sus propios territorios.
En donde antes vivían con sensación de seguridad.
Si no lo
hubieran estado sintiendo en carne propia, Isabel y Rafael ni siquiera habrían
visto completo el programa, porque no era el tipo de temas que les interesaran.
Pero se vieron a sí mismos ahí, en esa situación y con esa sensación.
Conectaron el
tema del programa que, aparentemente no
tenía nada que ver, con el ahorro
mensual que habían comenzado a hacer en los gastos familiares para poderse
comprar un equipo de aire acondicionado, algo que antes nunca habían pensado
que llegaran a necesitar en una ciudad de clima
templado-frío.
Y los hijos,
que estaban viendo con ellos el programa y que participaban en la conversación,
comentaron que ese equipo de aire acondicionado les podría ayudar a ellos a
aliviar en algo la incomodidad, pero que no eran la clase de soluciones que les
sirvieran ni a los animales de la selva ni a los osos polares. Además al ahorro
que estaban realizando tuvieron que echarle mano, porque cada vez llegaban más
altas las cuentas del agua. A medida que iba escaseando, se iba poniendo más
cara.
Se dieron
cuenta entonces de que eran extranjeros o desplazados que estaban aprendiendo a
vivir en un nuevo país. En un nuevo planeta. Se tendrían que acostumbrar. Es
decir: ellos también, junto con el clima, tendrían que transformarse.
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