viernes, octubre 26, 2007

DE AGUACEROS Y GOTERAS

Hoy no existe revista, periódico, emisora de radio, cadena de televisión ni discurso de cualquier tipo (o tipa), que no hable sobre el cambio climático. Lo cual está bien. La magnitud del problema lo amerita. Más aún: lo preocupante es que ese boom de pronto sea fugaz, y que otras urgencias entren a ocupar, muy pronto, los espacios que hoy les dedican los medios y las mentes a ese conjunto de manifestaciones que indican que la Tierra se está jartando de nosotros, los seres humanos. O más bien: de la manera como la hemos tratado en los últimos cien años.

No perdamos de vista que lo que hoy es una realidad tangible y que tiende a aumentar (deshielo de glaciares y casquetes polares, incremento del nivel del mar, agudización de fenómenos hidrometeorológicos, etc), se viene pronosticando desde hace muchas décadas. Pero entonces y hasta hace muy poco, a esas advertencias prospectivas a las que se les debió haber parado bolas de manera seria y oportuna, se las descalificaba como “terrorismo ecologista”. Hoy, cuando ya son hechos irreversibles, dan para Premios Nobel de la Paz.

En fin: lo importante ahora es que comprendamos lo mejor posible cómo jugamos en ese escenario los paises y las comunidades de esta parte del mundo que nos ha tocado en suerte. Me refiero a América Latina y al Caribe. Ésto no solamente en aras de la claridad conceptual, sino para que sepamos qué debemos hacer para aprender a convivir, con calidad de vida, en ese nuevo planeta en que, de manera inexorable, se está convirtiendo la Tierra.

Vamos a llamar “aguaceros” a los efectos del cambio climático. A los que se avecinan y a los que ya están aquí. Pero también vamos a llamar “aguaceros”, a las múltiples expresiones de la dinámica de la naturaleza que siempre han ocurrido y de las cuales forma parte de eso que los científicos dedicados al tema designan como variabilidad climática: ese carácter permanentemente cambiante que forma parte de la esencia del clima.

Y vamos a llamar “goteras” a todas las razones que determinan que nuestros territorios (entendido el territorio como el resultado de la interacción entre ecosistemas y comunidades, o entre naturaleza y cultura), sean incapaces de resistir, sin mayores traumatismos, los efectos de esos “aguaceros”: tanto de los más frecuentes y más fuertes que se van a producir –o que ya están aquí- como consecuencia del cambio climático, como de los “aguaceritos” de siempre, que antes no generaban desastres, sino que formaban parte de la “normalidad”. Pero que ahora sí son desastrosos, no porque sean más fuertes o más abundantes, sino porque cada vez nuestros techos tienen más “goteras”, que los hacen incapaces de convivir aún con la “normalidad”.

Como es bien sabido, el aporte de nuestra región al cambio climático, en términos de emisión de los gases que incrementan el efecto invernadero más allá de lo normal, es pequeño en comparación con los grandes aportantes del mundo: América Latina y el Caribe generan menos del 6% del total frente a, por ejemplo, los Estados Unidos, que emiten el 30% o más. Esto sin contar el aporte por deforestación, que significa aproximadamente el 20% del total de gases invernadero que llegan anualmente a la atmósfera. Y allí sí nos rajamos, porque de ese 20%, casi la mitad corresponde a nuestra región (particularmente a la selva amazónica).

INCENDIO FORESTAL EN LA SELVA AMAZÓNICA: Una imagen cada vez más frecuente (Foto tomada a 10-12 kilómetros de altura sobre el nivel del mar)

La deforestación contribuye de manera notable a la agudización de los “aguaceros”, en primer lugar porque la quema que la sigue incrementa los niveles de CO2, y en segundo lugar porque reduce la cantidad de plantas capaces de recapturar, a través de la fotosíntesis, ese gas. Pero además, es una de las principales causas de que cada vez tengamos más “goteras” en el techo. Los suelos de cualquier ecosistema, las laderas o las costas que pierden su protección forestal, son cada vez más débiles para resistir los cambios del clima, tanto los “normales” como los que se atribuyen al cambio climático. La deforestación influye, incluso, en la alteración de la capacidad de los ecosistemas para producir nubes que protegen del calor a los casquetes glaciares de las altas montañas.

Vemos con frecuencia que muchos esfuerzos de nuestros paises se enfocan a reducir las emisiones de gases invernadero (a evitar la agudización de los “aguaceros”) en lugar de centrarse en tapar las “goteras” (en fortalecer nuestros territorios y su capacidad de ofrecernos integralmente seguridad tanto a los ecosistemas como a los seres humanos).

Muy importantes todos los esfuerzos que hagamos para mejorar nuestra eficiencia en el consumo de energía de cualquier origen, porque eso redunda en beneficio de los bolsillos de instituciones oficiales y de particulares, y porque contribuye a racionalizar el uso de los recursos naturales. Muy importante todo lo que se avance en términos de transporte colectivo, porque eso contribuye a mejorar la movilidad de las ciudades y en consecuencia la calidad de vida de sus habitantes. Muy importantes todos los esfuerzos para mejorar el manejo de desechos reciclables o no, porque eso reduce la carga humana sobre los ecosistemas, al tiempo que puede representarles beneficios económicos importantes a múltiples sectores de la sociedad. Pero la contribución de todas esas acciones -desde nuestra región- a la reducción del calentamiento global, es marginal. Es apenas un subproducto de los múltiples beneficios que prestan en términos de mejoramiento de la calidad de vida y de la conservación de nuestros ecosistemas, de su integridad y su biodiversidad. En palabras más claras: son muy importantes y se deben fortalecer y complementar, pero no necesariamente porque contribuyan a reducir el calentamiento global. Bienvenidas, especialmente, si ayudan a tapar “goteras”, así su aporte sea mínimo para reducir los “aguaceros”.

Lo que sí sería muy grave, es que en aras de una supuesta contribución de nuestros paises a la reducción de los gases invernadero que provienen del uso de combustibles fósiles, nos embarcáramos en empresas económicas y ambientales capaces de abrir nuevas goteras o de agrandar las muy grandes que ya existen. Me refiero a los llamados “biocombustibles” o “agrocombustibles”.

Aceptemos, en gracia de discusión, que su utilización genera un impacto ambiental menor que el consumo de combustibles fósiles, como el petroleo, el gas natural o el carbón (sobre lo cual no existe unanimidad).

Pero preguntémonos qué garantías reales existen de que los monocultivos que están en la base de la producción de estos “biocombustibles” o “agrocombustibles”, no van a significar mayor concentración de la tierra en pocas manos (como sucede con otros monocultivos), ni van a generar el desplazamiento y la urbanización forzada de pequeños campesinos (como sucede con otros monocultivos), ni van a producir destrucción de selvas y otros ecosistemas naturales (como sucede con otros monocultivos), ni van a afectar la seguridad alimentaria (como sucede con otros monocultivos), ni van a encarecer productos de la canasta familiar, como el maiz (como ya está sucediendo en México y en América Central). Mejor dicho: ¿cuál es la garantía de que estos monocultivos van a ser los únicos que no generan esos daños ecológicos y sociales consustanciales a otros monocultivos?

¿GASOLINERIA?

Porque, sin duda alguna, las grandes “goteras” que hacen que cada vez nuestros territorios sean menos capaces de garantizarnos seguridad tanto frente a las amenazas provenientes del cambio climático, como frente a las expresiones normales de la dinámica terrestre, tienen su causa, precisamente, en procesos como esos: deforestación, pérdida de biodiversidad de los ecosistemas, inequidad económica y social, desplazamiento masivo del campo a las ciudades, crecimiento descontrolado de las zonas urbanas (en gran parte sobre suelos no aptos para ser habitados), pérdida de la seguridad y de la soberanía alimentaria.

Bien sabido es que aún cuando, por algún milagro, todos los paises del mundo dejaran de emitir mañana mismo, gases de efecto invernadero (aún más allá de las metas modestas del Protocolo de Kioto), los resultados de ese milagro tardarían 40 o 50 años en notarse. Claro: hay que empezar desde ya, para que nuestros hijos y nietos no tengan que pagar una factura tan alta por nuestra irracionalidad. Pero, simultáneamente, tenemos que colocar nuestros mayores esfuerzos en reducir nuestra vulnerabilidad y la de los territorios de que formamos parte. Eso que en términos de cambio climático se llama adaptación, y en términos de gestión del riesgo se llama mitigación.

Y en términos cotidianos se llama “coger goteras”.

Publicado el 25 de Octubre de 2007 en el blog “Algarabías” de El Tiempo.com